miércoles, 10 de octubre de 2012

El jardinero fiel. FERNANDO MEIRELLES, 2005. Para Martín Caparrós

Trato de pensar en París pero en la pantallita del asiento miro una película sobre un libro del viejo Le Carré. Me gustaba Le Carré cuando armaba aquellas conspiraciones imposibles de Smiley contra Karla, brittons versus commies, espías versus espías que se entendían y engañaban y entendían otra vez porque todos eran, antes que nada, espías: los intérpretes de aquellos tiempos donde todo debía ser conspiración -y donde había, por lo tanto, un saber secreto que valía cualquier pena. Ahora ya no hay conspiración; ahora, tratan de decirnos, hay nada más violencia, porque la conspiración requiere un obejtivo, la idea de una construcción, y esta violencia, quieren decirnos, no la tiene: es pura.
Hay algo puro, tratan de decirnos.


Es curioso cómo se ha desarrollado la idea contemporánea: esa violencia -la violencia del terror, el terror de la violencia- no tiene fin. Digo: no tiene meta. Se habla de sus medios, pero se discute tan poco para qué lo hacen, qué tipo de sociedad armarían si derrotaran al demonio impío, qué proyectan. Una violencia sin fin ni fin, nos dicen -y pretenden que en general "la violencia" es así, pura maldad en acto, un medio sin un fin o un fin en sí mismo. Y nos resulta más cómodo creerles.





No hay nada más vulgar y torpe y pasado de moda que las teorías conspirativas. Sólo la conspiración las sobrevive.

Más Le Carré en la pantallita. Cuando se le acabó la guerra fría, el mundo feliz significante de las conspiraciones, Le Carré buscó alternativas: Panamá, el espionaje industrial: intentos fracasados. Ahora, veo, es África: África llevada al lugar de peor lugar, propuesta como espacio de conflicto -para el consumo biempensante. La pelea, ahora, es por definir el espacio de conflicto: los reaccionarios occidentales y orientales, cristianos y musulmanes, tratan de establecer el choque de civilizaciones como conflicto principal, modernidad versus tradiciones, Euramérica versus Asia profunda. Los progres, mientras, ofrecen África: el espacio de la pobreza, de las matanzas y las hambres y el sida, de las desigualdades más extremas. La famosa lucha de clases -las contradicciones, dentro de cualquier sociedad, incluidas las más prósperas, entre pobres y ricos- ya no tienen lugar en el imaginario colectivo. Bebo un bordeaux de siete años, bastante extraordinario, y miro en mi pantalla personal una película hollywood de la mirada progre -donde los malos, los políticos y la gran industria farmacéutica siguen conspirando y matan a los buenos ecologistas antiglobalización. Hay, por supuesto, crítica al orden establecido, el orden del dinero global; no hay -yo no la veo, hace tanto que no consigo verla- ninguna pista de cómo sería el orden que lo reemplazaría. Salvo que sería bueno, bien intencionado y no envenenaría ríos ni niños ni mataría pingüinos. (...)




MARTÍN CAPARRÓS, Una luna.

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