a veces la ternura, Écoute, camarade...o el zarpazo,
Dis-donc, ils se foutent de nos gueules!
y Saint-John Perse y Vargas Llosa y Losey
entre Thelonious Monk y José Antonio Méndez,
el ritmo de la noche en la voz de Marcuse,
el rumor de la calle, Lévi-Strauss, Evtuchenko, los nombres del amor cambian como los días, hoy es Jean-Luc Godard y mañana Polanski,
los estudiantes corren al asalto del tiempo bajo las cachiporras de las bestias de cuero, y nada puede contra su ritmo de trigales y nada puede contra tu sonrisa, oh mi amorque aniquila jugando las bombas lacrimógenas!
Julio Cortázar "La poesía está en la calle (Noticias del mes de Mayo)" Último Round
“Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo
nuestra vida. La indiferencia de la muerte para el mexicano se nutre de su
indiferencia por la vida” (Octavio Paz).
Ese culto ambiguo que el mexicano procesa por la muerte,
presente en sus fiestas y celebraciones, en su folklore parido de su más
ancestral cultura base mesoamericana, lleva a normalizar y considerar la muerte
como un espejo o incluso la significación final de la propia vida. “Morir es
natural, incluso deseable”. Cómo no proporcionarle entonces un significado
mayor a la muerte que a la propia vida, cuando ya de por sí en muchos casos ésta
carece realmente de algún significado.
En el cine de Ripstein la muerte figura, está presente, se
deja notar, trasciende; si bien, como realmente cobra su mayor significado es
desde su vertiente ceremonial y no emocional; la muerte de su marido y de dos
de sus hijos son olvidados por la sobrina de Tía Alejandra para centrarse en la
ceremonia de la venganza; la japonesita sobre la que sobrevuela la ausencia de
su madre es incapaz de pensar en otra cosa que no sean realidades logísticas y
formalidades mientas matan a su padre; cuando Tarzán Lira agoniza moribundo
sobre la cama del hospital de la prisión donde acaba de ser acuchillado, el
Sargento sólo sabe decirle al médico: “a ver si muere pronto que faltan camas”;
la muerte del cura en “la viuda negra” es recibida con una indiferencia
rencorosa por parte de su rebaño en un gesto de hipocresía social confirmado
por sus propios pecados escondidos; la madre de Dionisio muere desatendida en
“El Imperio de la fortuna” mientras aquél, a escasos metros, trata de reanimar
desesperadamente a un gallo de pelea… “Si nuestra muerte carece de sentido,
tampoco lo tuvo nuestra vida”.
En definitiva, el cine de Arturo Ripstein se puebla de todos los rasgos que
Octavio Paz hizo propios de la mexicanidad en su “Laberinto de la soledad”: barreras
infranqueables, moral de siervo, violencia pasional y/o gratuita, machismo,
indiferencia por la vida y por la muerte, mentira, hipocresía social, doble
moral, corrupción, abuso de autoridad y poder, máscaras “siempre en peligro de
ser desgarradas en una súbita explosión de nuestra intimidad”.
Y entonces en esos días íbamos a los cine-clubs a ver películas mudas, porque yo con mi cultura, no es cierto, y vos pabrecita no entendías absolutamente nada de esa estridencia amarilla convulsa previa a tu nacimiento, esa emulsión estriada donde corrían los muertos; pero de repente pasaba por ahí Harold Lloyd y entonces te sacudías el agua del sueño y al final te convencías de que todo había estado muy bien, y que Pabst y que Fritz Lang.
Toda la mañana devuelto a más de cincuenta años atrás: Juda Ben-Hur, la más salvaje y dulce conmoción de una infancia, ocaso del cine mudo con despedidas que eran zarpazos en la yema de los ojos, Chaney fantasma de la ópera, dramas ya irreconocibles que se llamaban -en Buenos Aires- Las hijas de la noche o La escollera peligrosa, entonces Fred Niblo superproduciendo el novelón del general Lewis Wallace, soltando en pleno circo romano, en arenales palestinos, en mares henchidos de tirremes las tres estrellas que los llenarían de furor ya que no de sonido, Novarro, Francis Bushman, Mae McAvoy.
Memoria terrrible la de Ruiz para los nombres, no solamente de los actores sino de los personajes, aunqeu aquí se le escapa el de la pequeña Mae, sin duda bíblico, Ruth o Noemí, peero tan lancinantemente claros el de Messala con la cara de marine anticipado de Bushman, y el suave resbalar las sílabas, Juda Ben-Hur desde un Novarro tan latinoamericano, tan Ramón Samaniego (sí, qué memoria para eso, damn it).
Y todo era odio y amor y carreras de cuadrigas y combates contra piratas y cavernas de leprosos en la montaña, el Mesías y el César, qué más darle a Ruiz para el llanto y la adoración y las identificaciones.
Qué más darle como no sea la cabeza de Novarro en dos secuencias de un sueño mucho más extenso y borroneado. Queda por saber si no le llega con ciencuenta años de retraso caritativo, porque entonces hubiera sido la más horrible pesadilla imaginable, entonces él estaba enamorado de Ramón Novarro y cuando llegó el cine sonoro y Novarro comenzó a cantar en Pagan Love song y en Devil may care, Ruiz se sabía las canciones de memoria y el viejo piano Bluthner lo ayudaba para Pretty, para The Shepher´s Serenade, horrores que su memoria le trae de tanto en tanto y que él rechaza con inútil furia porque contra eso no se puede, lo que amó será siempre amado, Juda Ben-Hur sobrevive a tantas avalanchas de la vida, vea cómo Ruiz se va poniendo cursi y melancólico mientras se acuerda (How can you be so pretty, pretty?) Salomé, Salomé, mira una vez más cómo te traen la cabeza de Yokhohanaan en la bandeja de oro.
Julio Cortázar. "Cuaderno de Zihuatanejo. El libro de los sueños".
Por su lado y a su modo también Andrés andaba buscando explicaciones de algo que se le escapaba en la audición de Prozession; al que te dije terminaba por hacerle gracia ese oscuro acatamiento a la ciencia, a la heredad helénica, al porqué insolente de toda cosa, una especie de vuelta al socratismo, horror al misterio, a que los hechos ocurrieran y fueran recibidos porque sí y sin tanto por qué; sospechaba la influencia de una tecnología prepotente encaramándose en una más legítima visión del mundo, ayudada por las filosofías de izquierda y de derecha, y entonces se defendía a golpes de mamboretá y de jazmines recién regados, aflojando por un lado a esa exigencia de mostrar la relojería de las cosas pero proporcionando una explicación que pocos encontrarían plausible.
En mi caso la cuestión era menos rigurosa, mi problema de esa noche antes de que vinieran Marcos y Lonstein a partirme por el eje, cordobeses del carajo, era entender por qué no podía escuchar la grabación de Prozession sin distraerme y concentrarme alternativamente, y pasó un buen rato antes de que me diera cuenta de que la cosa estaba en el piano. Entonces es así, basta repetir un pasaje del disco para corroborarlo; entre los sonidos electrónicos o tradicionales pero modificados por el empleo que hace Stockhausen de filtros y micrófonos, de cuando en cuando se oye con toda claridad, con su sonido propio, el piano. Tan sencillo en el fondo: el hombre viejo y el hombre nuevo en este mismo hombre sentado estratégicamente para cerrar el triángulo de la estereofonía, la ruptura de una supuesta unidad que un músico alemán pone al desnudo en un departamento de París a medianoche.
Es así, a pesar de tantos años de música electrónica o aleatoria, de delicious jazz(adiós, adiós, melodía, y adiós también los viejos ritmos definidos, las formas cerradas, adiós sonatas, adiós músicas concertantes, adiós pelucas, atmósferas de los tone poéms, adiós lo previsible, adiós lo más querido de la costumbre), lo mismo el hombre viejo sigue vivo y se acuerda, en lo más vertiginoso de las aventuras interiores hay el sillón de siempre y el trío del archiduque y de golpe es tan fácil comprender: el sonido del piano coagula esa pervivencia nunca superada, en mitad de un complejo sonoro donde todo es descubrimiento asoman como fotos antiguas su color y su timbre, del piano puede nacer la serie menos pianística de notas o de acordes pero el instrumento está ahí reconocible, el piano de la otra música, una vieja humanidad, una Atlántida del sonido en pleno joven nuevo mundo. Y todavía es más simple comprender ahora cómo la historia, el acondicionamiento temporal y cultural se cumple inevitable, porque todo pasaje donde predomina el piano me suena como un reconocimiento que concentra la atención, me despierta más agudamente a algo que todavía sigue atado a mí por ese instrumento que hace de puente entre pasado y futuro. Confrontación nada amable del hombre viejo con el hombre nuevo: música, literatura, política, cosmovision que las engloba.
Para los contemporáneos del clavicordio, la primera aparición del sonido del piano debió despertar poco a poco al mutante que hoy se ha vuelto tradicional frente a los filtros que sigue manejando ese alemán para meterme por las orejas unas sibilancias y unos bloques de materia sonora nunca escuchados sublunarmente hasta esta fecha. Corolario y moraleja: todo estaría entonces en nivelar la atención, en neutralizar la extorsión de esas irrupciones del pasado en la nueva manera humana de gozar la música. Sí, en una nueva manera de ser que busca abarcarlo todo, la cosecha del azúcar en Cuba, el amor de los cuerpos, la pintura y la familia y la descolonización y la vestimenta. Es natural que me pregunte una vez más cómo hay que tender los puentes, buscar los nuevos contactos, los legítimos, más allá del entendimiento amable de generaciones y cosmovisiones diferentes, de piano y controles electrónicos, de coloquios entre católicos, budistas y protestantes, de deshielo entre los dos bloques políticos, de coexistencia pacífica; porque no se trata de coexistencia, el hombre viejo no puede sobrevivir tal cual en el nuevo aunque el hombre siga siendo su propia espiral, la nueva vuelta del interminable ballet; ya no se puede hablar de tolerancia, todo se acelera hasta la náusea, la distancia entre las generaciones se da en proporción geométrica, nada que ver con los años veinte, los cuarenta, muy pronto los ochenta.
La primera vez que un pianista interrumpió su ejecución para pasar los dedos por las cuerdas como si fuera un arpa, o golpeó en la caja para marcar un ritmo o una cesura, volaron zapatos al escenario; ahora los jóvenes se asombrarían si los usos sonoros de un piano se limitaran a su teclado. ¿Y los libros, esos fósiles necesitados de una implacable gerontología, y esos ideólogos de izquierda emperrados en un ideal poco menos que monástico de vida privada y pública, y los de derecha inconmovibles en su desprecio por millones de desposeídos y alienados? Hombre nuevo, sí: qué lejos estás, Karlheinz Stockhausen, modernísimo músico metiendo un piano nostálgico en plena irisación electrónica; no es un reproche, te lo digo desde mí mismo, desde el sillón de un compañero de ruta. También vos tenés el problema del puente, tenés que encontrar la manera de decir inteligiblemente, cuando quizá tu técnica y tu más instalada realidad te están reclamando la quema del piano y su reemplazo por algún otro filtro electrónico (hipótesis de trabajo, porque no se trata de destruir por destruir, a lo mejor el piano le sirve a Stockhausen tan bien o mejor que los medios electrónicos, pero creo que nos entendemos). Entonces el puente, claro.
¿Cómo tender el puente, y en qué medida va a servir de algo tenderlo? La praxis intelectual (sic) de los socialismos estancados exige puente total; yo escribo y el lector lee, es decir que se da por supuesto que yo escribo y tiendo el puente a un nivel legible. ¿Y si no soy legible, viejo, si no hay lector y ergo no hay puente? Porque un puente, aunque se tenga el deseo de tenderlo y toda obra sea un puente hacia y desde algo, no es verdaderamente puente mientras los hombres no lo crucen. Un puente es un hombre cruzando un puente, che. Una de las soluciones: poner un piano en ese puente, y entonces habrá cruce. La otra: tender de todas maneras el puente y dejarlo ahí; de esa niña que mama en brazos de su madre echará a andar algún día una mujer que cruzará sola el puente, llevando a lo mejor en brazos a una niña que mama de su pecho. Y ya no hará falta un piano, lo mismo habrá puente, habrá gente cruzándolo. Pero andá a decirle eso a tanto satisfecho ingeniero de puentes y caminos y planes quinquenales.
Y yo no puedo querer de veras a nadie que en algún momento del día o de la noche no se enloquezca de alegría porque en el cine de la esquina dan una de Buster Keaton, algo así.
Bah, dijo Monique, si te crees que en algunos
«hogares» de los suburbios de París la cosa es mejor, algo sé de eso, a los
catorce años mis sensibles padres me pusieron con las monjas en un pequeño
paraíso cerca de Estrasburgo porque estaban hartos de sorprenderme leyendo a
Sartre y a Camus, ustedes se dan cuenta de la inmoralidad de los tiempos
modernos, las monjas eran unas pobres imbéciles llenas de buena voluntad y mal
olor, en fin, lo de siempre, bañarse con la camisa puesta, ave maria, no hagas
preguntas inconvenientes, eso se llama las reglas pero no se habla, Sor
Honorine te dará una prenda y te dirá cómo tienes que
ponértela, a lo mejor fue la luna llena como dice Oscar, me acuerdo que hacía
calor, que me habían sorprendido con una novela de Céline disfrazada de
botánica de Hevillier et Monthéry, castigada, y a otras cinco chicas por cosas
parecidas, lo malo para las monjas fue que éramos muy populares entre las más pequeñas,
pero sobre todo la luna llena, seguro, porque cuando se dieron cuenta era como
en tu recorte aunque sin policía ni bomberos (...)
Maité y Gertrude rompieron la cerradura
del aula donde estábamos encerradas, salimos gritando y cantando al patio de
los naranjos, las pequeñas que ya tenían que
acostarse le pasaron por encima a Sor Marie Jeanne y de golpe estábamos todas
cantando y haciendo rondas y gritando entre los naranjos, igual que en esa
película polaca, las monjas llegaban como aviones en picada y nos agarraban por
el pelo o la ropa, nos cacheteaban, estaban tan histéricas como nosotras, las
pequeñas empezaban a gritar y a llorar pero no querían abandonarnos, de golpe
todas las grandes se descolgaron por el árbol pegado a la
ventana del dormitorio del primer piso (...)
(...) nunca me olvidaré del árbol lleno de
chicas, de frutas blancas que caían una tras otra y corrían al patio, la
primera en aparecer con una correa fue Sor Claudine, era previsible, las otras
sacaron sogas y látigos de no sé dónde, empezaron a pegarnos y a acorralarnos
contra la pared del refectorio para que huyéramos por la puerta que daba al
aula mayor y pudieran encerrarnos, las pequeñas se habían desbandado llorando y
gritando y no quedábamos más que unas veinte grandes contra la pared, siete
monjas nos azotaban enloquecidas, no teníamos con qué defendernos hasta que de
golpe vi a Maité desnuda, se había arrancado el camisón y se lo había tirado
por la cabeza a Sor Honorine, Gertrude hizo lo mismo y las monjas estaban cada
vez más frenéticas, pegaban a marcar, yo oí como un chasquido y era un trapo
rojo que le daba en plena cara a Sor Felisa, eso se llama las reglas, cuatro o
cinco chicas les zampaban las toallas higiénicas por la cabeza a las monjas, yo
me había desnudado y casi todas las grandes también, con los camisones
arrollados devolvíamos los golpes, recogíamos del suelo las toallas asquerosas
y pisoteadas y se las volvíamos a tirar buscando darles en plena jeta (...)
(...) el
jardinero se había asomado al patio con un bastón pero Sor Marie Jeanne le
gritó que no entrara, era para llorar de risa el dilema de la imbécil, cómo nos
iba a ver desnudas, un hombre, y Maité corrió hacia el jardinero y se le puso
por delante para no dejarlo salir, era la mayor de
todas y tenía unos senos altos y gordos, se los ponía contra la cara al
jardinero y le cantaba a gritos, las monjas corrían para proteger la moral y al
jardinero estupefacto, empezaba la histeria final, los llantos, de golpe
estábamos cansadas, en fuga, nos volvíamos a los dormitorios arrastrando los
camisones por el suelo, vencedoras tristes bajo la luna llena entre los
naranjos, una semana después estaba de vuelta en mi casa, y si quieren saberlo
Maité es hoy una de las mejores bailarinas del Lido, esa chica hizo más carrera
que yo.
Y en el fondo del barranco se hundió como un barco que sucumbe al agua verde, al agua verde y procelosa, a la mer qui est plus félonesse en été qu'en hiver, a la ola pérfida, Maga, según enumeraciones que detallamos largo rato, enmorados de Joinville y del parque, abrazados y semejantes a árboles mojados o a actores de cine de alguna pésima película húngara.
Horacio me trata de sentimental, me trata de materialista, me trata de todo porque no te traigo o porque quiero traerte, porque renuncio, porque quiero ir a verte, porque de golpe comprendo que no puedo ir, porque soy capaz de caminar una hora bajo el agua si en algún barrio que no conozco pasan Potemkin y hay que verlo aunque se caiga el mundo, Rocamadour, porque el mundo ya no importa si uno no tiene fuerzas para seguir eligiendo algo verdadero, si uno se ordena como un cajón de la cómoda y te pone a ti de un lado, el domingo del otro, el amor de la madre, el juguete nuevo, la gare de Montparnasse, el tren, la visita que hay que hacer. No me da la gana de ir, Rocamadour, y tú sabes que está bien y no estás triste.
Concluía el primer acto deTristán e Isolda. Cansado de la agitación de ese día, me quedé en mi butaca, muy contento de mi soledad. Volví la cabeza a la sala, y detuve en seguida los ojos en un palco bajo (...).
(...) Comprendí, al ver al opulento almacenero de su marido, que se había precipitado en el matrimonio, como yo al Ucayali... Pero al verla otra vez, a veinte metros de mí, mirándome, sentí que en mi alma, dormida en paz, surgía sangrando la desolación de haberla perdido, como si no hubiera pasado un solo día de esos diez años. ¡Inés! Su hermosura, su mirada —única entre todas las mujeres—, habían sido 'mías, bien mías, porque me habían sido entregadas con adoración. También apreciará usted esto algún día.
Hice lo humanamente posible para olvidar, me rompí las muelas tratando de concentrar todo mi pensamiento en la escena. Pero la prodigiosa partitura de Wagner, ese grito de pasión enfermante, encendió en llama viva lo que quería olvidar. En el segundo o tercer acto no pude más y volví la cabeza. Ella también sufría la sugestión de Wagner, y me miraba. ¡Inés, mi vida! Durante medio minuto su boca, sus manos, estuvieron bajo mi boca y mis,ojos, y durante ese—tiempo ella concentró en su palidez la sensación de esa dicjla muerta hacía diez años. ¡Y Tristán siempre, sus alaridos de pasión sobrehumana, sobre nuestra felicidad yerta!
Me levanté entonces, atravesé las butacas como un sonámbulo, y avancé por el pasillo aproximándome ella sin verla, sin que me viera, como si durante diez años no hubiera yo sido, un miserable...
Y como diez años atrás, sufrí la alucinación de que llevaba mi sombrero en la mano e iba a pasar delante de ella.
Pasé, la puerta del palco estaba abierta, y me detuve enloquecido. Como diez años antes sobre el sofá ella, Inés, tendida ahora en el diván del antepalco, sollozaba la pasión de Wagner y su felicidad deshecha.
¡Inés!.... Sentí que el destino me colocaba en un momento decisivo. ¡Diez años!... ¿Pero habían pasado? ¡No, no, Inés mía! Y como entonces, al ver su cuerpo todo amor, sacudido por los sollozos, la llamé:
—¡Inés!
Y como diez años antes, los sollozos redoblaron, y como entonces me respondió bajo sus brazos:
—No, no... ¡Es demasiado tarde!...
"La muerte de Isolda" (Cuentos de amor, de locura y de muerte). Horacio Quiroga
Y luego salía a la calle para encontrarse con su novia, y caminaban juntos, y él le compraba unos caramelos y una botella de limonada más cara, el Negrito, y luego ella le compraba fresas, e iban a ver la película Un verano con Mónica en la que una actriz de apellido difícil se desnudaba ante un actor de apellido difícil, cosa que la chica jamás había hecho ante él. Y luego, mientras la besaba en el parque, por encima de su cabeza y a través de su pelo displicentemente suelto, escrutaba el panorama, a ver si no se acercaba ningún policía, que le quitaría el carné de alumno y lo mandaría a la escuela, o querría veinte zlotys, cuando entre los dos no tenían más que cinco.
Ryszard Kapuscinski. "El tieso" (La Jungla polaca)