domingo, 4 de septiembre de 2011

Memorias del subdesarrollo (1/2). TOMÁS GUTIÉRREZ ALEA. Cuba, 1968


Sería en el año 1968, nueve después después de la fundación del ICAIC, asentada la Revolución en las conciencias populares e inmersa Cuba en conflictos ya no nacionales (Girón o la crisis de los misiles) sino de calado mundial (Girón, la crisis de los misiles, la injerencia norteamericana, su alineamiento con Moscú... que permiten reforzar entre la población el concepto socialista de patria y ahondar en el sentimiento revolucionario entre los cubanos), cuando surgen las dos primeras grandes películas de la historia del cine caribeño, “Lucía” de Humberto Solás y, especialmente, “Memorias del subdesarrollo” de Tomás Gutiérrez Alea; filmes de arte, influenciados por las vanguardias europeas no sólo en su estilo sino también en su intención existencialista y de compromiso crítico, cuyo propósito no será mostrar incondicionalmente las bondades y virtudes de la Revolución sino que deciden acercarse a ella de manera transversal, mostrando la soledad e incertidumbre de personajes incapaces de comprender las transformaciones sociales que ocurren a su alrededor.


Gutiérrez Alea ya había dirigido otras cuatro películas, entre ellas las comedias “Las doce sillas” y “La muerte de un burócrata”, con las que comienza a interesarse por la complejidad de los procedimientos sociales y su repercusión en la vida de quienes de estas sociedades participan como animales grupales. Ya por entonces Alea era considerado como uno de los directores y teóricos cinematográficos más dotados de la Isla, si bien sería con “Memorias del subdesarrollo” con la que gracias a su condición de observador ambiguo y temerario en su actitud de duda vital, búsqueda continua y replanteamiento social, acabará por asentarse en el trono del cine cubano.

“Pensar que antes la llamaban el París del Caribe”, proclama Sergio, el polisémico protagonista del film, en referencia a La Habana, “y ahora más bien parece una Tegucigalpa del Caribe”. Sergio camina por las calles habaneras tras el triunfo de la Revolución, tratando de reflejarse, sin resultados, entre los rostros de una masa de la que se resiste a formar parte. 


Ya en la primera escena trasciende la soledad del personaje, ajeno tanto a su clase acomodada como al pueblo, al despedirse en el aeropuerto de su mujer y sus padres, que huyen a Miami temerosos de perder sus privilegios sociales, con la misma indiferencia, incluso alivio, con la que recibe el triunfo de la Revolución o deducimos que había soportado hasta entonces el Régimen de Batista. Su soledad reside en la imposibilidad de entender lo que ocurre fuera de su apartamento, guarida amenazada con ser nacionalizada y que le sirve como celda y zigurat, refugio como el de Mónica Vitti en “El eclipse”, asilo de esa otra “escenografía, esa ciudad de cartón” que es La Habana revolucionaria, una urbe ajena e inalcanzable, incomprensible. “¿Qué sentido tiene la vida para ellos?”, pregunta en su monólogo en off “¿Y para mí?”.


La lucidez del protagonista a la hora de analizar la vacuidad de la sociedad burguesa batistiana y sus rastros de clase decadente durante los primeros años de la Revolución o las miserias de los contrarrevolucionarios a la hora de invadir Playa Girón, no impiden que se muestre igualmente crítico con la sociedad naciente al achacarles su falta de referentes culturales o espirituales. “No es una película que critica desde afuera, como personaje. La crítica nos compromete, porque estamos dentro”, reconoce el realizador. 

Ese vaivén de ambigüedad es aplicable a la propia actitud del personaje, ya que sus miserias parecen justificarse dentro del caos exterior marcado por la incertidumbre que trasciende a los personajes y a una sociedad recién creada y de puntales de desconocida resistencia.


Egocéntrico y misógino, su posición de observador crítico e implacable de sus amigos, de sus familiares, de su entorno, de la masa y de sí mismo, le hace caer en lugares comunes y al mismo tiempo en reflexiones lúcidas.

Esa dualidad crítica del personaje que al mismo tiempo abomina de la intervención imperialista norteamericana pero desconfía de la actuación de los barbudos en el poder, determina sus relaciones personales con familia, amigos y amantes; convirtiéndolo, con cierta actitud de superioridad burguesa decadente, en un ser, dentro de los cánones sociales para él incomprensibles, egoísta, misógino y descreído; un individuo que se mantiene ajeno al estado de ánimo colectivo que reina a principios de los 60 en la isla; alguien que siempre ha tratado de vivir como un europeo y que se siente tan alejado de la clase a la que pertenece (una burguesía cubana que como único deseo tiene el de huir a Miami) como del pueblo cubano,  subdesarrollado, como él lo considera, incapaz de “relacionar las cosas, de acumular experiencias y desarrollarse”.


Tal es así que acaba el personaje minimizado por un entorno hostil e indescifrable, sumido en la soledad de su apartamento, con el recuerdo mitificado de un antiguo amor extranjero, la fantasía con la limpiadora de su apartamento, el fracaso social y moral al enfrentarse al escarnio judicial por abuso a una menor, detestando y detestado a y por su familia y sus amigos; solo, mientras la crisis de los misiles estalla ahí afuera, en una solución dramática improvisada por Alea y Nelson Rodríguez en la sala de montaje; sumergido en sus propios fantasmas.

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