miércoles, 28 de septiembre de 2011

Los rasgos de la mexicanidad según Octavio Paz en el cine de entre 1977 y 1978 de Arturo Ripstein. PARTE 3


De esta fase “visagra” del cine de Ripstein, es en la adaptación del libro homónimo de José Donoso, La ciudad sin límites, donde aparece el personaje más interesante –dado el conflicto social irresoluble en el que se embarca- y, al mismo tiempo, más libre; el personaje en el que se representan o proyectan nuevos rasgos del machismo vinculado la mexicanidad. La Manuela, homosexual declarado, pájara parlanchina llena de vitalidad, el único personaje que no trata de disimular su condición (no sólo sexual) y su deseo, que no miente, que carece de máscara, que es puro y sincero.


Por fin un Alguien dentro de un mundo de Ningunos. Si bien, y paradójicamente, es justo el único personaje sin máscara el más expuesto a la realidad, a la dureza y hostilidad del ambiente, a la amenaza de lo que proviene de afuera (de la misma que trataba de protegerse el padre de familia de El castillo de la pureza), "una amenaza que siempre flota en el aire y que obliga a cerrarnos al exterior" (Octavio Paz).
Manuela no se cierra y su exposición acaba con ella; el ambiguo, el ambivalente, ella que es él, que no es padre ni madre sino, en apariencia y comportamiento jerárquico, hijo de su propia hija, que no es puta aun viviendo en el burdel; la Manuela, quien parece ser el único consciente del estado de aislamiento y encierro en el que viven en ese pueblo casi abandonado y con amenaza de desahucio.

Las reacciones que tropiezan frente al personaje de la Manuela identifican de forma meridiana otro de los rasgos de la mexicanidad resumido en El laberinto de la soledad por Octavio Paz: “la homosexualidad masculina es tolerada, a condición de que se trate de una violación del agente pasivo”; así la Manuela forma parte del pueblo, se la respeta dentro de su condición de atracción extemporánea que figura entre sus preferidos entretenimientos festivos, ser anacrónico y amoral, fuente de risas y humillaciones de las que participa incluso el patriarca, quien bromea sobre su condición y juguetea dialécticamente con ella/él… pero siempre y cuando se mantenga pasiva, se convierta en un objeto pasivo.


Pero no ocurre así y la Manuela acaba tomando una actitud autónoma y decidida frente a Pancho, frente al macho solitario y hedonista, a quien seduce con su puesta en escena, su música y su vestido rojo, a quien hace participar de su juego de ambigüedad y a quien acaba besando en la boca en lo que se convierte en un beso activo y además correspondido dentro del influjo casi mágico de su sensualidad.

Pero el macho es despertado de su ensueño por su cuñado. Pancho se percata de haberse convertido en el agente pasivo, en el “violado”, de haber abdicado al mostrar parte de la ambivalencia natural de todo ser humano, de haberse abierto al exterior superando sus máscaras, ya que “el macho es un ser hermético, encerrado en sí mismo, capaz de guardarse a sí mismo y de guardar lo que se confía” (O.P.). Es la segunda vez que le ocurre tras mostrarse vulnerable ante la japonesita, la hija de la Manuela, quien le encuentra “llorando como una mujer” tras recibir el escarnio del Patriarca hastiado de su desagradecimiento pese a haberlo tratado como a un hijo.


En ambos casos Pancho responde con fuerza y violencia, como se le exige al macho, al “Gran chingón; una fuerza manifestada como capacidad de herir, de rajar, aniquilar, humillar” (O.P.).

El macho deja de serlo cuando se confía, cuando se abre y muestra su verdadero interior, cuando se quita la máscara; “el mexicano puede doblarse, humillarse, pero no “rajarse”, esto es, permitir que el mundo exterior entre en su intimidad” (O.P.); debe ser hermético, críptico, invulnerable, de ahí que Pancho, descubierto en clara e impropia muestra de su intimidad, deba rectificar ahondando en los rasgos del macho, borrando toda duda sobre su hombría sirviéndose de la violencia y la brutalidad.


Esa violencia de macho despechado es la que acaba con la Manuela, con el testigo directo de su vulnerabilidad; asesinado/a a golpes en un descampado por el Gran Chingón en su afán de recuperar su posición dominante y autoritaria, en su afán de recuperar su máscara y empoderarse tras ella; ya que cuando el macho actúa ha de ser tajante en su explosión de ira y autoridad, no valen medias tintas que pongan en entredicho su masculinidad, “chingar o ser chingados” (O.P.), de ahí que la descarga de violencia se deba aplicar hasta sus últimas consecuencias, hasta la muerte de quien ha penetrado en la intimidad y ha osado observar el interior.





domingo, 11 de septiembre de 2011

Los rasgos de la mexicanidad según Octavio Paz en el cine de entre 1977 y 1978 de Arturo Ripstein. PARTE 2

Es quizás, el marco en el que se encuadran las películas aquí analizadas de Arturo Ripstein, el más negativo de la historia para el cine mexicano. La política bananera del Presidente López Portillo del 77 al 82 cercenó cualquier esperanza por mantener una renovación visual y temática que, al auspicio de los nuevos cines en otros países iberoamericanos, había germinado entre la nueva generación de directores mexicanos de los 70. Esa vuelta a las tradiciones más atávicas folclóricas y culturales y la consiguiente decapitación de cualquier intento de transformar el cine, impidió que durante todo el sexenio se desarrollaran en México con normalidad los proyectos que pudieran caracterizarse por cualquier rasgo de experimentación, por simple -narrativa, argumental o visualmente- que ésta resultara.


El sexenio negro para el cine mexicano influye, como cabe esperar, de manera muy negativa en Ripstein, quien entra en el periodo realizando cuatro films consecutivos en apenas dos años, menores pero muy dignos en su propósito de sortear las trabas y disposiciones institucionales –las cuatro películas aquí analizadas-, y lo finaliza concatenando productos impersonales, mediocres y de escaso valor cinematográfico (La ilegal o El otro, especialmente).

El ambiente cultural decadente y la vuelta a un pasado artísticamente primitivo determinado por las instituciones y el sistema corrupto por naturaleza, se refleja en Cadena perpetua como en ninguna otra película del realizador. Tal y como afirma P. Antonio Paranaguá “en Cadena Perpetua la parábola individual coincide una vez más con la parábola nacional” y la mentira, la hipocresía y la simulación se mezclan con otros dos rasgos esenciales de la personalidad social mexicana: la corrupción y el abuso de poder; "la mentira política se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente" (Octavio Paz).


El exladrón y exproxeneta Tarzán Lira se esfuerza en reintegrarse socialmente, consigue un empleo de cobrador en una sucursal bancaria ocultando, con una nueva máscara de hombre decente, su propio pasado al exterior e incluso a sí mismo; simulando no haber sido el ladrón que fue. Pero la regeneración mediante la búsqueda de honestidad social nunca llega; el Comandante Prieto, conocedor de sus crímenes anteriores, lo intimida y chantajea, obligando a Lira a volver a delinquir.

"Un mexicano es siempre un problema para otro mexicano y para sí mismo. El empleo de la violencia, los abusos de autoridad contrasta con el escepticismo y la resignación del pueblo" (OP). Así, la realidad establecida en términos de lucha por parte del mexicano se traduce en jerarquías de poder: el policía sobre el exladrón, el marido sobre la esposa o el exladrón proxeneta sobre las prostitutas; estratos sociales machistas y clasistas cuyas normas son aplicadas mediante la violencia, la coacción y el abuso de poder o necesidad.


Ese abuso de poder establecido, esa distinción jerárquica, está a su vez presente en el prisma con el que se muestra la figura de la mujer. "La mujer es un ser oscuro, secreto y pasivo, no tiene deseos propios, sino que es el canal del apetito cósmico del macho" (OP). Si las relaciones masculinas están basadas en la competencia y el conflicto -jamás relaciones horizontales- en las que el humillador ahora puede ser humillado más tarde en función del cargo, categoría o poder que ostente el de enfrente; la figura de la mujer, sin embargo -esposa, madre, hija-, se muestra como símbolo, como objeto o instrumento para alcanzar o el placer del hombre o ciertos fines atávicos asignados moral o socialmente a la feminidad.

La mujer decente es la sufrida, la poseída, la silente… La "mala" mujer, sin embargo, es la autónoma, la que viene acompañada de "la idea de actividad", la emancipada de la tiranía entre machista y paternalista que le impone la sociedad. "La mujer mala es dura, impía, independiente, como el macho" (OP), como el personaje de Matea en La viuda negra capaz de rechazar al médico y elegir al sacerdote, capaz de amenazar al pueblo con la verdad de los secretos de confesión, como la Tía Alejandra, que se alza frente a la mediania de la unidad familiar liquidando a sus sobrinos, como las prostitutas, en especial la japonesita, en El lugar sin límites.



El universo que se muestra en Cadena Perpetua es de dominación masculina, recargado de símbolos fálicos y usos de refuerzo de la figura del macho –lenguaje, modos de relacionarse, objetos y ritos que van desde el fútbol a los billares-; un mundo masculino cerrado, en el que las mujeres esperan afuera a ser utilizadas con un fin o propósito elegido por el hombre. Un mundo en el que convergen las principales características del sistema patriarcal mexicano, que según Charles R. Berg son: “la masculinidad, el machismo, la imagen nacional y el Estado”.

martes, 6 de septiembre de 2011

Memorias del subdesarrollo (2/2). TOMÁS GUTIÉRREZ ALEA. Cuba, 1968


La estructura del film no llegó a estar del todo cerrada durante la escritura del guión, sino que su envolvente mezcla de ficción y material de archivo fue desarrollándose y puliéndose principalmente en la sala de montaje junto a Nelson Rodríguez (editor de las más grandes cintas de la cinematografía cubana); montador intuitivo que introdujo incisivamente, entre otros muchos aciertos, su visión personal de influencia europea con los cortes godardianos y los saltos de raccord de continuidad en las escenas de Sergio en su apartamento.

El resultado es una película de estructura narrativa episódica y fácilmente definible pero experimentalmente sobrescrita con imágenes de archivo, noticiarios, tomas robadas por las calles de La Habana con cámara oculta –a lo Jean Vigo en "A propósito de Niza", discursos políticos reales, fotografías o escenas de otras películas; lo que le proporciona al film una extraña forma mixta de realidad y ficción, obligando al protagonista, ser puramente dramatizado: "personaje", a insertarse en la realidad histórica, en la Habana real de 1962; tal y como si un personaje caminara de incógnito dentro de un documental. Y es el choque de la visión objetiva social e histórica contra la subjetiva de Sergio lo configura toda la trama y define el conflicto del personaje.


Un collage que mana del neorrealismo italiano, la nouvelle vague y, al mismo tiempo, del cine de soledad y desesperanza de Antonioni, en el que el montaje vivísimo y de una agilidad rotunda de Nelson Rodríguez cobra una importancia central en la consideración de la película como un "todo", gracias a sus procedimientos narrativos experimentales y novedosos, la introducción de audios televisivos alegóricos (como aquél que se superpone con el recuerdo de las discusiones pasadas del personaje con su exmujer mientras éste se desespera en la soledad en su apartamento), la inclusión de imágenes de noticiarios, de films de Brigitte Bardot o guiños a Bergman.

A la hora de definir “Memorias del subdesarrollo” a nivel formal podríamos recurrir a terminos como: collage de imágenes o ficción documentada con recursos de metacine. Porque los juegos de metacine se desarrollan continuamente en el film, por ejemplo cuando el propio Gutiérrez Alea aparece por los pasillos del ICAIC dialogando con Sergio, el protagonista, sobre las imágenes censuradas durante el periodo anterior a la Revolución, mientras se introduce argumentalmente en la trama al realizar una prueba de actriz/cantante al nuevo ligue de su amigo. Alea, al despedirse de Sergio, y en evidente e irónica declaración de principios reconoce que “pensamos utilizar todas esas imágenes en una película; será como un collage”.


Fragmentación discursiva, experimentación audiovisual y proyecto político; novedad en la expresión fílmica para permitir acceder a universos de imaginados por Freud, Nietzsche, Marx o Sastre. Cada escena documental incluida añade no sólo carga emocional sino que incide en la incertidumbre y desesperación del personaje central, como si de aproximaciones objetivas/subjetivas a la realidad se tratase, aumentando el reflejo de su estado de ánimo, de su pensamiento, de sus recuerdos, de su conciencia, e incrementando, como reconoce el propio Alea, “el ámbito de relaciones en que transcurren los sucesivos momentos del protagonista”.


ESCENA DAGUERROTIPO:

Y el metacine lúcido se sucede, como en la brillantísima escena en la que Edmundo Desnoes, autor de la novela en la que está basado el film y ayudante en la realización del guión, participa como ponente en una mesa redonda titulada “literatura y subdesarrollo”. En esas imágenes reales, de un coloquio verídico, se mueve Sergio, como un fantasma de ficción dentro de la realidad, al igual que previamente ha hecho por la casa en la que residió Hemigway junto a su “criado fiel” que les brinda un tour turístico, escuchando a Desnoes, a su creador literario, aguantando con desidia y menosprecio sus opiniones sobre la cultura en los países subdesarrollados, la influencia de los estados imperialistas y la superación de la discriminación racial gracias a la Revolución (mientras paradójicamente un camarero negro sirve agua a los ponentes blancos). En ese contexto, Alea, en boca de Sergio proclama: “¿Y tú, Eddy, qué haces allá arriba con ese tabaco? Debes sentirte muy importante porque aquí no tienes mucha competencia. Fuera de Cuba no serías nadie… aquí en cambio estás colocado. ¡Quién te ha visto y quién te ve, Edmundo Desnoes!".


Los ecos de “Memorias del subdesarrollo”, elegida mejor película Iberoamericana de todos los tiempos por la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográficca con colaboración de la Fipresci, siguen resonando hoy día, como lo siguen haciendo esas palabras tatuadas por su protagonista en el cielo degradado e inamovible de la Habana: “Aquí nada ha cambiado, todo sigue igual”; proclama que da más actualidad a la película hoy que la que tuvo, incluso, en el momento de su estreno.

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domingo, 4 de septiembre de 2011

Memorias del subdesarrollo (1/2). TOMÁS GUTIÉRREZ ALEA. Cuba, 1968


Sería en el año 1968, nueve después después de la fundación del ICAIC, asentada la Revolución en las conciencias populares e inmersa Cuba en conflictos ya no nacionales (Girón o la crisis de los misiles) sino de calado mundial (Girón, la crisis de los misiles, la injerencia norteamericana, su alineamiento con Moscú... que permiten reforzar entre la población el concepto socialista de patria y ahondar en el sentimiento revolucionario entre los cubanos), cuando surgen las dos primeras grandes películas de la historia del cine caribeño, “Lucía” de Humberto Solás y, especialmente, “Memorias del subdesarrollo” de Tomás Gutiérrez Alea; filmes de arte, influenciados por las vanguardias europeas no sólo en su estilo sino también en su intención existencialista y de compromiso crítico, cuyo propósito no será mostrar incondicionalmente las bondades y virtudes de la Revolución sino que deciden acercarse a ella de manera transversal, mostrando la soledad e incertidumbre de personajes incapaces de comprender las transformaciones sociales que ocurren a su alrededor.


Gutiérrez Alea ya había dirigido otras cuatro películas, entre ellas las comedias “Las doce sillas” y “La muerte de un burócrata”, con las que comienza a interesarse por la complejidad de los procedimientos sociales y su repercusión en la vida de quienes de estas sociedades participan como animales grupales. Ya por entonces Alea era considerado como uno de los directores y teóricos cinematográficos más dotados de la Isla, si bien sería con “Memorias del subdesarrollo” con la que gracias a su condición de observador ambiguo y temerario en su actitud de duda vital, búsqueda continua y replanteamiento social, acabará por asentarse en el trono del cine cubano.

“Pensar que antes la llamaban el París del Caribe”, proclama Sergio, el polisémico protagonista del film, en referencia a La Habana, “y ahora más bien parece una Tegucigalpa del Caribe”. Sergio camina por las calles habaneras tras el triunfo de la Revolución, tratando de reflejarse, sin resultados, entre los rostros de una masa de la que se resiste a formar parte. 


Ya en la primera escena trasciende la soledad del personaje, ajeno tanto a su clase acomodada como al pueblo, al despedirse en el aeropuerto de su mujer y sus padres, que huyen a Miami temerosos de perder sus privilegios sociales, con la misma indiferencia, incluso alivio, con la que recibe el triunfo de la Revolución o deducimos que había soportado hasta entonces el Régimen de Batista. Su soledad reside en la imposibilidad de entender lo que ocurre fuera de su apartamento, guarida amenazada con ser nacionalizada y que le sirve como celda y zigurat, refugio como el de Mónica Vitti en “El eclipse”, asilo de esa otra “escenografía, esa ciudad de cartón” que es La Habana revolucionaria, una urbe ajena e inalcanzable, incomprensible. “¿Qué sentido tiene la vida para ellos?”, pregunta en su monólogo en off “¿Y para mí?”.


La lucidez del protagonista a la hora de analizar la vacuidad de la sociedad burguesa batistiana y sus rastros de clase decadente durante los primeros años de la Revolución o las miserias de los contrarrevolucionarios a la hora de invadir Playa Girón, no impiden que se muestre igualmente crítico con la sociedad naciente al achacarles su falta de referentes culturales o espirituales. “No es una película que critica desde afuera, como personaje. La crítica nos compromete, porque estamos dentro”, reconoce el realizador. 

Ese vaivén de ambigüedad es aplicable a la propia actitud del personaje, ya que sus miserias parecen justificarse dentro del caos exterior marcado por la incertidumbre que trasciende a los personajes y a una sociedad recién creada y de puntales de desconocida resistencia.


Egocéntrico y misógino, su posición de observador crítico e implacable de sus amigos, de sus familiares, de su entorno, de la masa y de sí mismo, le hace caer en lugares comunes y al mismo tiempo en reflexiones lúcidas.

Esa dualidad crítica del personaje que al mismo tiempo abomina de la intervención imperialista norteamericana pero desconfía de la actuación de los barbudos en el poder, determina sus relaciones personales con familia, amigos y amantes; convirtiéndolo, con cierta actitud de superioridad burguesa decadente, en un ser, dentro de los cánones sociales para él incomprensibles, egoísta, misógino y descreído; un individuo que se mantiene ajeno al estado de ánimo colectivo que reina a principios de los 60 en la isla; alguien que siempre ha tratado de vivir como un europeo y que se siente tan alejado de la clase a la que pertenece (una burguesía cubana que como único deseo tiene el de huir a Miami) como del pueblo cubano,  subdesarrollado, como él lo considera, incapaz de “relacionar las cosas, de acumular experiencias y desarrollarse”.


Tal es así que acaba el personaje minimizado por un entorno hostil e indescifrable, sumido en la soledad de su apartamento, con el recuerdo mitificado de un antiguo amor extranjero, la fantasía con la limpiadora de su apartamento, el fracaso social y moral al enfrentarse al escarnio judicial por abuso a una menor, detestando y detestado a y por su familia y sus amigos; solo, mientras la crisis de los misiles estalla ahí afuera, en una solución dramática improvisada por Alea y Nelson Rodríguez en la sala de montaje; sumergido en sus propios fantasmas.

viernes, 2 de septiembre de 2011

El Castillo de la pureza. ARTURO RIPSTEIN. México, 1972


Sorprende comprobar como una misma perversión humana puede permanecer de verosímil actualidad durante más de 50 años, hasta el punto de poder ser considerada tan propia y consustancial a la sociedad mexicana de la década de los 50 del siglo pasado como a la griega de hoy en día.

A finales de los años 50 trascendió en Ciudad de México el caso de Rafael Pérez, iluminado y obsesivo paranoico, autodenominado “librepensador”, que ante la violenta y brutal realidad social de la época decidió proteger a su familia encerrándola en su propia casa, negándoles la posibilidad de mantener ningún tipo de contacto con el hostil exterior. Rafael Pérez se mantuvo durante dos décadas como único vínculo entre los dos mundos, mientras su familia permanecía aislada, en una cuarentena eterna. A lo largo del encierro, comenzado en un principio por él y su mujer, nacieron 6 hijos (bautizados con nombres más propios del anarquismo utópico que del México postrevolucionario: Libertad, Voluntad, Porvenir…), los cuales hasta el día de la detención del padre no habían salido jamás de su “castillo de la pureza”, tal y como Ripstein y el escritor y cooguionista Jose Emilio Pacheco decidieron llamar a la casa y omónimamente a la película que del suceso realizaron. Un título tomado de un verso de Ígitur de Mallarmé “alejada la nada queda el Castillo de la pureza” y ya utilizado anteriormente por el gran diseccionador de la mexicanidad, Octavio Paz, para un ensayo sobre Duchamp.


La película se inicia presentando la casa –la cárcel, el castillo-; construcción colonial típica del cine de Ripstein vertebrada en torno a un patio central centrífugo, y definiendo su denso y agobiante tono simbólico: lluvia constante y unidad fotográfica en ocre. Por la casa -su patio, sus habitaciones superiores, el taller y sus galerías bajas- se mueven como autómatas y como si de un solo ser unitario fuera, la mujer y los tres hijos del protagonista, de nombre Gabriel Lima.


Desde el inicio, sin concesiones, presenciamos lo aberrante cotidiano, la perversión de unos códigos alterados en términos disciplinarios, autoritarios y conductistas, que llevan a la anulación de las personalidades de mujer e hijos mientras, indefensos, asumen su completa confianza y dependencia por el Dios que impone y dispone normas, conductas y convenciones. Para la familia Lima lo opresivo es lo de afuera, aun sin conocerlo; el encierro verdadero, la cárcel, se produce en el exterior, no en el castillo donde permanece protegida viviendo “libre” de tentaciones, vicios, violencia y corrupción. “Afuera es feo”, proclama el personaje de la hija mayor interpretado por Diana Bracho.


Los castigos rituales, la educación sistemática, la cotidianidad inalterable y cronometrada, los ejercicios físicos marciales a golpe de bastón, la rutina laboral –los hijos sostienen en una suerte de explotación laboral la economía familiar al dedicarse a preparar raticidas que el padre vende por droguerías y farmacias-, nos muestran la obsesión paterna por construir un pequeño mundo totalitarista mediante el que proteger del exterior a su familia y librarlos de la corrupción exterior; una corrupción de la que él goza en sus puntuales salidas descargando sus pasiones e instintos a espaldas de su familia.

La familia permanece aislada no sólo del espacio exterior sino del tiempo presente, así, los juegos que practican los hijos junto a su madre –basados argumentalmente en aguafuertes de Goya- resultan no sólo ambiguamente eróticos y sensuales, sino ingenuamente anacrónicos, tanto como la relación que mantienen los “encerrados” con la lluvia, único elemento externo presente e incontrolable, símbolo de libertad, y con la que se empapan gozosamente en sus momentos de descanso de forma entre ritual y manumisora.



Pero poco a poco los muros del castillo comienzan a agrietarse: las primeras pulsiones sexuales de sus hijos mayores que concluyen con un episodio de incesto descubierto y reprimido por el padre, los celos con su mujer a la que le achaca no haber sido virgen en el momento de haberse conocido veinte años antes, la falta gradual de disciplina por parte de sus hijos… llevan al Dios obsesivo, retratado como el personaje maniático y paranoico de “Él” de Buñuel, a afianzar contrariado su autoridad sobre la familia aplicando nuevos, gratuitos y más aberrantes castigos que de tan insostenibles acaban  por germinar en un principio de reacción de rebeldía y de necesidad de huida por parte de sus hijos.


La noticia real del encierro inspiró en México, además de la adaptación de Ripstein, la novela “La carcajada del gato” de Luis Spota y la obra teatral “Los motivos del lobo” de Sergio Magaña. Cuenta Ripstein que mientras escribía el guión junto José Emilio Pacheco siempre creyó estar realizando una comedia ligera, “cuando se lo leímos a nuestras esposas, nos miraron con unos ojos verdaderamente de pánico, mientras Pacheco y yo nos botábamos al suelo de la risa”. Curiosamente, esa ironía que el director consideró que trascendía en su guión fue desarrollada, con un sentido más mediterráneo, casi cuarenta años más tarde por el griego Giorgos Lanthimos en su igualmente perversa “Canino”. No mucho habrá cambiado la cosa para que en ambas películas descubramos un más que creíble y contemporáneo reverso de una sociedad que tiende a esconder su mierda bajo la alfombra.



ESCENA DAGUERROTIPO

Gabriel Lima entra en el coche policial tras ser detenido. Tras una denuncia relacionada con la licencia de fabricación de los raticidas dos agentes de policía le han acompañado a casa. Justo en el momento en que los policías cruzan la puerta Gabriel Lima se derrumba. Dos intrusos han mancillado la pureza de su castillo, invadiéndolo y violando su sacralidad. Se resiste, amenaza con matar a su hijo, trata de incendiar la casa hasta que finalmente es reducido.

Huérfanos, su mujer y sus hijos, con periódicos en la cabeza al ser ya sensibles a una lluvia que pertenece a un exterior que de pronto es ya alcanzable, permanecen bajo el quicio de la puerta de entrada al castillo. Suenan sirenas y tambores en claro homenaje al Nazarín de Buñuel -película fundamental para Ripstein y por la que tras verla decidió dedicarse al cine-. La película se cierra con el close-up del rostro de la madre, seria, reflexiva, dudando entre esperar a su marido u ocupar ella el espacio vacante del Dios.


DÓNDE

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jueves, 1 de septiembre de 2011

Monográfico Daguerrotipo 11. La creación del ICAIC


Tres meses después del triunfo aún inestable de la Revolución, en 1959, se crea con carácter de urgencia el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfico (ICAIC), y con él, 65 años después de ser inventado el cinematógrafo, nace, de manera autónoma y fáctica, el cine cubano. Con la premisa de “conservar la condición de arte en el cine pero al mismo tiempo constituir una llamada a la conciencia y contribuir a liquidar la ignorancia, planteando y formulando soluciones a los grandes conflictos del hombre y la humanidad”, el ICAIC y el cine cubano nacen, tal y como hicieran las vanguardias rusas treinta años antes, como instrumento propagandístico revolucionario y al mismo tiempo como potenciador de nuevos lenguajes y fórmulas visuales y narrativas coherentes con ese nuevo tiempo transformable y lábil para cuya revelación pública se funda.


Es tiempo de nuevos cines no sólo en Europa; las rupturas de las fórmulas clásicas cinematográficas abanderadas por Italia desde finales de los años 40, inicialmente mediante el neorrealismo y continuando más tarde con el “postneorreliasmo” poético o existencial de Pasolini, Antonioni o Fellini, y por Francia y la nouvelle vague, cruzan el Atlántico y se arraigan atendiendo a su idiosincrasia en Latinoamérica durante los años 60, produciéndose un boom de nuevos cines, con intenciones autónomas y autóctonas uniendo a los realizadores en una insistente búsqueda de identidad. Cine de compromiso político y visual, innovador por absoluta necesidad creativa, ajeno intencionalmente a cánones norteamericanos o europeos; sin precedentes.


 “El tercer cine” de Solanas y Getino, el “novo cinema” de Glauber Rocha, Ruy Guerra, Joaquín Pedro de Andrade o Nelson Pereira Dos Santos, la aparición en Chile de Miguel Littin y Raúl Ruiz o en Colombia de Marta Rodríguez y Jorge Silva, trascienden durante los 60 para configurar nuevas y autóctonas formas de denunciar el desequilibrio de desarrollo y hacer público un canto desesperado de boca de los menos favorecidos con un lenguaje creado, y ésta es la novedad, por esos mismos menos favorecidos; nuevos cines que no olvidan que el maestro Buñuel continúa hasta mediados de la década de los 60 realizando, con el más propio y rupturista de los lenguajes, en México absolutas obras maestras como “El ángel exterminador” o “Simón del desierto”.


El ICAIC se propone partir de cero ignorando los escasos y quijotescos intentos por realizar cine que se producen en la isla durante el periodo de Batista, profundizando en el espíritu revolucionario y en su difusión, pero sin obviar, una vez superado los conceptos clásicos del realismo socialista, la autenticidad y la experimentación visual y narrativa. Y esa autenticidad se percibe en toda la producción cubana durante la primera década de su existencia, desde el primer documental realizado bajo el auspicio del Instituto, “Sexto Aniversario” de Julio García Espinosa, hasta los excepcionales filmes de finales de los 60, pasando por todos y cada uno de los noticiarios que el ICAIC realizó con el objetivo de divulgar los triunfos y virtudes revolucionarias por los cines populares y los cines móviles que recorren toda la isla.



De esta primera etapa del ICAIC surge el que se convertirá en el más grande director cubano de la historia: Tomás Gutiérrez Alea (quien realiza el primer largometraje de ficción revolucionario, una revisión cubana del Paisá de Rossellini: “Historias de la revolución”) y asimismo nace la llamada “Escuela documental cubana”, cuyo máximo exponente sería Santiago Álvarez, creador de collages sonoro-visuales de derroche imaginativo en los que conjuga lo político y lo popular y entre los que destaca el considerado primer videoclip de la historia: “Now!” de 1965; denuncia social a los abusos racistas llevados a cabo por las autoridades y cuerpos del orden norteamericanas.


El movimiento cultural creado en torno al ICAIC durante los primeros años de la Revolución, y tristemente estancado a partir de los años 70, se convierte en un punto de referencia esencial para los creadores latinoamericanos que tratan de unificar y articular una ideología comprometida y que a su vez permita soluciones formales diversas y heterogéneas visual y narrativamente, sentando las bases para un cine antineocolonialista de profundo contenido político y alta calidad estética y que, más en concreto en Cuba, alcanza su auge y su posterior decadencia de la mano de la Revolución.